Homero nos cuenta que la guerra de Troya estalló al llevarse el príncipe troyano París a su tierra a Helena, la esposa del rey Menelao, hermano de Agamenón. Esto es muy bonito, evidentemente si Homero hubiera dicho que todo se debió a una disputa de aranceles entre comerciantes la Ilíada no sería lo mismo.
Troya dominaba el estrecho de los Dardanelos que comunica el Mediterráneo con el mar Negro y además dominaba las costas del Asia menor, lo que la hacía gozar de un monopolio comercial como nunca antes se había visto en la Historia. Cada vez más, el Mundo Micénico se abría al comercio. Los rudos y feroces guerreros micénicos habían entrado de lleno en los complejos mecanismos comerciales que ahora dominaban con la misma perfección con que habían dominado antes la espada o el hacha. Hemos encontrado cerámica micénica por todo el Asia menor, y los asentamientos micénicos en Creta, Rodas, Chipre y la costa de Siria eran auténticos emporios comerciales. Los micénicos estaban en plena expansión comercial y Troya consideraba los Dardanelos como algo suyo. Troya era ya una espina clavada en el costado de los micénicos que, ante tan poderosos argumentos comerciales, se unieron bajo el mando de Agamenón para destruir Troya.
Hemos de tener muy presente lo que era el Egeo en aquella época: un auténtico patio de colegio lleno de gente arriba y abajo. Los comerciantes micénicos navegaban por ese pequeño mar como Pedro por su casa. Los restos micénicos por todas las costas aburren de lo cuantiosos que son. Los micénicos no se sentían forasteros en esas costas que hoy pertenecen a Turquía, Siria, Israel y Egipto y la experiencia de la conquista de Creta les había demostrado que en el comercio, cuanta menor competencia haya, mejor. Y esa competencia era Troya, la poderosa Troya que les cerraba el paso a Oriente. No es de extrañar que los reyes micénicos decidieran acabar de una vez con la ciudad que les impedía su expansión comercial.
Angie Ramirez.